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Julián Juderías

El pavimento estaba cubierto de seda roja. En un ángulo, bajo las sagradas imágenes, y sobre una alta mesa, yacía el cadáver de la hija del sotnik, sobre un tapete de terciopelo azul con fajas y borlas do oro. Altos blandones, en torno de los cuales se enroscaban guirnaldas de romero, se alzaban en los cuatro ángulos de la mesa, esparciendo una claridad turbia que se mezelaba con la del día. El sotnik levantó el velo que cubría el rostro de la muerta y se sentó junto á ella volviendo la espalda á la puerta.

Las palabras que pronunció entonces emocionaron profundamente al estudiante.

—No me queiaré, amada hija mía, exclamó, de que en la flor de tus años y sin haber gozado de la vida, me hayas abandonado en la tierra y héchome presa del dolor y de la desesperación. ¡Quéjome sí, de no saber quién fué el crucl enemigo mío que ocasiono tu muerte, pues si yo averiguase quién pudo pensar siquiera en agraviarte ó en soñar con decirte algo que te desagradara, entonces voto al ciclo, que el tal no volveria á ver á sus hijos si era lan viejo como yo, á á sus padres si se hallaba en la flor de los años y que su cadáver serviría de pasto á las aves y á las fieras de la estepa! ¡Mi dolor procede, encanto mio, de que á partir de ahora he de vivir solo, llorando amargas lágrimas, mientras mi enemigo se regocija y hace secreta burla de un anciano achacoso!

Calló el sotnik El nte dolor se desbordaba en lágrimas.

El flósofo, conmovido, tosió para aclararse la VOZ.

El sotni se volvió hacia él y le indicó un atril con libros, colocado á la cabecera de la difunta.

—Pues, señor, pensó Tomás. Trabajaré tres noches de cualquier modo y por ello me llenará el sotnik los bolsillos de buenos ducados. Así dicien-