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Cuentos y narraciones

rato se dejaban olvidada en la cocina unas veces la gorra, otras el látigo para los perros.

La hora en que solía ser más numerosa la reunión era la del almuerzo y la de la cena, pues entonces formaban parte de ella los mozos de cuadra que habían logrado meter en ellas á los caballos y los vaqueros que habían llevado las vacas á los establos, es decir, cuantos por sus ocupaciones no podían parecer por la cocina durante el día.

Una vez que comían, soltábanse hasta las lenguas más reacias y la conversación se hacía general contándose queFulanose había mandado hacer un par de pantalones, que debajo de la tierra se suelen encontrar muchas cosas raras ó que Zutano había visto un lobo, asuntos que daban lugar á frases ingentosas, siempre frecuentes entre los pequeño—rnsos.

El filósofo tomó asiento en el círculo que todos formaban al aire libre junto á la puerta de la cocina. Pronto apareció en el dintel de ésta una mujer vestida con un corpiño encarnado y colocó en medio del círculo de criados una cazucla llena de albóndigas. Todos sacaron sus cucharas de palo ó á falta de ellas un pedazo de madera con que pinchar las albóndigas. Apenas comenzaron las bocas á moverse con alguna lentitud y á apaciguarse el hambre canina de los estómagos, los comensales pusiéronse á charlar, y claro os, la conversación recayó sobre la difunta.

—¿No es verdad? dijo un pastor de escasa edad, que ostentaba en la correa que le cruzaba el pecho tantos botones y colgantes que parecía la tienda de un mercero; ¿no es verdad, que la señorita, que en paz descanse, tenía tratos con el Malo?

—¿La señorita? dijo Dorosch, antiguo conocido de nuestro filósofo. ¿Cómo no había de tenerlos, si