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Cuentos y narraciones

murmuró el Kan como si fuera un eco de la voz de su hijo.

Y entonces entraron en el harem donde ella dormía en el suelo sobre Injoso tapíz. Detuviéronse ambos ante ella y la contemplaron; la contemplaron durante mucho tiempo. Gruesas lágrimas brotaban de los ojos del anciano éiban á perderse en su barba de plata, brillando en ella como menudos diamantes; y el joven de pie, dilatados los ojos, apretando los dientes, reprimiendo la pasión, despertó á la cosaca. Despertóse ella y en su rostro bello y sonrosado como un amanecer brillaron los ojos.

No vió á Algalla y ofreció al Kan sus rojos labios.

—¡Bésame, águila mía!

—Levántate... ven con nosotros, murmuró el Kan.

. Entonces ella reparó en Algalla y en las lágrimas del Kan y, como era inteligente, lo comprendió todo.

—Ya voy, dijo. Ya voy. Ni para el uno, ni para el otro. ¿No es eso lo que habéis resuelto? Así resuelven los corazones generosos. Ya voy. Y, silenciosos, encamináronse los tres hacia el mar. Iban por estrechos senderos; el viento silbaba, silbaba lúgubremente.

Ella era delicada, era casi una niña. Se cansó pronto, pero era altiva y no quiso confesarlo.

Y cuando el hijo del Kan notó que iba quedándose atrás, le dijo:

—¿Tienes miedo?

Los ojos de ella relampagnearon al mirarle y callando señaló hacia el suelo manchado de sangre.

—Ven, yo te llevaré, cxclamó Algalla, extendiendo sus brazos hacia ella, pero ella rodeó con los suyos el cuello del anciano. Levantóla éste como si fuera una pluma y la llevó en brazos, y ella, iba apartando las ramas del rostro del Kan, temien-