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Julián Juderías

¡Dame el frac gris!

Mientras se vestía se miraba en un espejo que podía reemplazar con éxito un bruneau. El principe tenía el rostro entrelargo, no usaba bigotes pero sí patillas pequeñas y estaba peinado á la républicain, de suerte, que sus cabellos, de color rubio muy claro, casi ceniciento, caían formando ligeros bucles sobre el frac gris con botones de nácar. La corbata blanca de encajes y las anchas solapas caían formando armoniosos pliegues; el chaleco era blanco, con pequeñas florecillas, y cenía elegantemente el ancho pecho del príncipe el cual completaba su traje con pantalones de color claro que desaparecían én relucientes botas de piel fina con vueltas de piel de zapa.… El joven pasó revista á su traje y antes de salir ocultó en sus bolsillos un par de pistolas de dos cañones, pequeñas y lujosas, con ricos adornos de oro y cogió un sombrero redondo yun par de guantes grises de gamuza. Dos lacayos de librea le seguían.

II

Pusiéronle en la antesala una pelliza de oso americano. Junto á la puerta, sentada en un sillón de alto respaldo, estaba una señora de edad, vestida de negro, con el rostro oculto por un espeso velo. Apenas entró el príncipe en la antesala, se puso en pie y se dirigió hacía la puerta.

—¿Es V. Ia dadora de la carta? le preguntó el principe.

La señora volvió la cabeza, la inclinó en señal de asentimiento y traspuso el umbral de la habitación.

Ante la puerta cochera, bajó la marquesa, que estaba sostenida por una hilera de macizas columnas, había un coche, sin cifras ni blasones, de aspecto majestuoso y solemne. Un lacayo alto y for-