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Julián Juderías

Ante el divan se hallaba de pio una joven vestida con traje oriental de seda blanca bordada de plata.

El príncipe la miró y se detuvo lleno de asombro. Jamás había visto belleza semejante; ni aún en sueños podía figurarse que existiese. Aquella joven unia la gracia á la majestad; sus largos cabellos negros caían formando ondas de azabache sobre sus hombros y se deslizaban hasta el suelo.

Llevaba una diadema de gruesos brillantes, pero ol brillo esplendoroso de ellos no lograba atenuar el de los grandes y rasgados ojos negros que miraban franca y abiertamente defendidos por largas y espesas pestañas, bajo las delgadas y bien trazadas cejas. La nariz era recta, prominentes los labios, suave y delicado carmín de las mejillas, pálida la tez. Todo en ella era perfecto, armonioso, y bello. Rico aderezo de brillantes adornaba su pecho, medio oculto bajo un tenue velo de seda y los brillantes lanzaban chispas á compás de la respiración de aquel alto y hermoso pocho virginal.

Los brazos, cuyo cutis recordaba la finura de la seda, estaban desnudos y sus formas traian á la memoria las estatuas de los mejores tiempos del arte griego.

—Tome V. asiento, príncipe, dijo la hermosa joven, indicándole un pequeño diván turco que ha bía á su lado.

El príncipe se inclinó y tomó asiento sin apartar los ojos de aquella mágica hermosura. La joven se sentó en el divan. Todas sus posturas, todos sus movimientos, eran artísticos, bellos, graciosos.

No era la plástica severa de las estatuas griegas ó romanas; en aquel cuerpo de mujer se halla-