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la primera puerta que se encuentra ee la de la pieza donde habitualmente recibía el general. Sencillamente amueblada, ora á la vez su sala de recibo. sa gabinete de estudio, y su cuarto de descanso.

Allí se reían sus libros, que siempre se ocupaba de leer, el sofá donde reposaba de sus dolencias y Ja meen donde escribía sus cartas y sus apuntes históricos, siendo de uotar que, en aquella ostaucia, que tenía algo de la austeridad militar, no se rela ningúm trofeo, ninguna arma, nada que recordase que el que la habitaba era un héroe que manejó la espada y rigió ejércitos y pueblos como general y como gobernaute.

Halábnee esa tarde de visita un anciano de exterior algo adusto, que tenía cerca de sé las muletas en que se apoyaba para caminar, y á quien el general me presentó como ú un amigo y compatriota. Era D. Manuel Barañao, nacido en la República Argentina, coronel de los Húsares del Rey en las campañas de Chile. Reputado por los spañoles como una de las primera espadas de su ejército, á su ausencia en el campo de Chacahuco se atribuyó, no sin alguna razón por los realistas, la pérdida de aquella batalla. No dejó de sorprandarme en el primer momento aquella intimidad de dos antiguos guerreros que habían militado bajo opuestas banderas y por listintas cHU sas. Luego encontré grande y noble aquella reconciliación efectuada al fin de sus años, cuando el uno podía gozarse en el fruto de sus gloriosas fatigas, y el otro podía vivir tranquilo á la sombra de la ley que había combatido. Más tarde pudo reconocer en el coronel Barañao cualidades que lo hacían digno de la amistad del general. Reconcilindo con la democracia triunfante contra sus esfuerzos, y argentino de corazón á pesar de