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sobre el parapoto y con la mirada perdida en el es pacio, contemplaba el paisaje ó meditaba tal vez mirando hacia el interior de su alma.

Tenía yo entonces veintidés años, y la personalidad de Garibaldi ejercía sobre mi imaginación una especie de fascinación, que me atraía irresistiblemente por las hazañas que de él había oído relatar, y por una especie de misterio moral que lo envolvía. Sólo tres veces lo había visto en mi vida sin tener ocasión de hablar íntimamente con él. La primera vez que lo conocí fué al abandonar el servicio de la república Ríograndense, donde había dejado una fama novelesca por su coraje y por su elevación moral. Brindaba con varios proscriptos italianos que entonaban el himno de la Joven Italia, cuyo coro acompañaba él con voz dulce y vibrante, mientras comía con un pedazo de pan una salsa de ajos preparada á la genovesa, bebiendo un vaso de agua pura. Me dió la idea de un hombre que tenía en sí la embriaguez sagrada, y que no necesitaba de ningún estimulante extraño á su naturaleza para elevar se á la región del entusiasmo sereno. La segunda vez se me presentó tranquilo, dominador como el genio del combate, de pio sobre la popa de un pequeño barquichuelo artillado con tres piczas, Îlevando á remolque dos lanchas cañoneras, con las cuales desafiaba el poder de la escuadra del tirano Rozas, que bloqueaba el puerto de Montevideo.

Embarcaciones y hombres parecían obedecer al impulso de su voluntad, y entonces comprendi su poder de atracción en medio del peligro. La última vez lo había visto por acaso en el cuartel de la Legión Italiana. Anzani, su segundo jefe, que era la vara férrea de la disciplina del cuerpo, le dirigía estas palabras, en momentos de disponerse