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papel, siendo el pergamino carisimo, y habiendo cesado do venir el papirus de Egipto, con motivo de la invasión de los árabes.

Así, pues, la poesía desempeñó entonces el mismo oficio que hoy está encomendado á la imprenta.

Ella fué la que se encargó de grabar en la mente las producciones del idioma vulgar, dando á la memoria puntos naturales de apoyo en el corte aimétrico del verso y á la repetición periódica de la rima, de tal modo que, cuando una generación perdía un verso, la siguiente lo echaba al momento do menos.

Al Poema del Cid siguió la traducción del Fucro Juzgo y el código de Las Partidas, cuyo autor, el célebre don Alfonso el Sabio, fué, como Solón, poeta al mismo tiempo que legislador. Sus cántigas y sus coplas de arte mayor, verdaderas joyas poéticas, contribuyeron inmensamente á pulír el tosco lenguaje de aquella época de barbarie.

Después vino el Romancero, esa magnífica epopeya caballeresca, escrita por millares de autoros, en el curso de varios siglos, y cuya unidad de acción y de lenguaje ha venido á demostrar prácticamente que la Iliada de Homero pudo haber sido compuesta del mismo modo por la agregación sucesiva de los cantos de diversos autores y edades.

El Romancero es el arca santa del idioma castelano, es su verdadera gramática y su verdadero diccionario. Sin los cantos del Romancero, es decir, sin la poesía, la España hablaría catalán, árabe, gallego ó teothesco, y el mundo no poseería este idioma abundantó y sonoro, que, según Carlos V, parece hecho para hablar con Dios. Los progresos sucesivos del castellano fueren obra exclusiva de sus poetas, que lo pulieron y ornaron imprimiéndole esos giros clipticos, valientes