El tiempo que pasé en la islita es todavía un recuerdo tan horrible para mí, que seré breve. En todos los libros que había leído acerca de náufragos, tenían éstos sus bolsillos llenos de instrumentos, ó acontecía que una caja llena de diversidad de cosas había sido arrojada á la costa, como de propósito, al mismo tiempo que ellos. Mi caso era muy diferente. Yo no tenía en mis bolsillos sino algún dinero y el botón de plata de Alán; y como muchacho nacido y crecido en tierra adentro, mis conocimientos en asuntos marítimos eran en extremo limitados.
Sabía que los crustáceos se consideraban buenos para comer; y entre las rocas de la islita hallé gran número de una clase de mariscos, que al principio no pude utilizar, pues no sabía como arrancarlos de las rocas á que estaban adlieridos. Había también algunos caracoles de mar. De estas dos clases de crustáceos hice mi comida, devorándolos crudos y fríos, como los hallaba; y tanta era mi hambre que al principio me parecieron deliciosos.
Tal vez no era la estación propia para comerlos, ó quizás aquellas aguas no eran muy buenas, pero es lo cierto que apenas dí fin á la primer comida cuando experimenté una especie de mareo y nauseas, y me quedé tendido por mucho tiempo en el suelo más muerto que vivo.
La segunda prueba del mismo alimento me sentó mejor y revivió mis fuerzas. Pero todo el tiempo que permanecí en la isla, no supe lo que me pasaba después de haber comido. Á veces todo iba bien, pero otras me sentía muy inal, sin que jamás pudiera distinguir qué clase de alimento era el que me hacía daño.
Todo aquel día continuó lloviendo; en toda la isla no había un solo lugar seco; y cuando al fin me acosté aquella D