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Cuando me vi provisto del instrumento de mi libertad, casi no dudé del buen éxito de mi proyecto. Era atrevido y extraordinario; pero ¿de qué no sería yo capaz por los motivos que me animaban? Desde que me permitían salir de mi cuarto y pasearme por las galerías, yo había observado que por la noche el portero llevaba al superior las llaves de todas las puertas, y en seguida en la casa reinaba un profundo silencio, señal de que todo el mundo descansaba. Yo podía ir sin dificultad alguna, atravesando una galería de comunicación, desde mi cuarto al del superior. Mi propósito era apoderarme de las llaves amedrentándole con la pistola, si se resistía a entregármelas, y utilizarlas para ganar la calle. Esperé el momento con impaciencia. El portero llegó a la hora ordinaria; es decir, un poco después de las nueve. Dejé pasar una hora más para asegurarme de que todos los criados y los religiosos estaban dormidos. Por fin salí, con mi arma y una bujía encendida. Primero llamé con suavidad a la puerta del padre, para despertarle sin ruido. Me oyó al segundo golpe, y suponiendo, sin duda, que era algún religioso que se había puesto malo y necesitaba auxilio, se levantó para abrirme. Tuvo, sin embargo, la precaución de preguntar antes qué le querían. Vime obligado a decir quién era; pero afecté un tono quejumbroso, para darle a entender que estaba malo. "¡Ah!, ¿sois vos, hijo mío?—dijome, abriendo la puerta. ¿Qué os ocurre para venir tan tarde?" Entré en el cuarto, y arrastrándole al exiginal by