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El olvido de prenda tan necesaria hubiera provocado nuestra risa si hubiese sido menos serio el apuro en que nos ponía. Estaba desesperado, pensando que por una bagatela de tal naturaleza ibamos a tener que desistir de nuestro empeño. Pero tomé un partido, que fué salir yo sin calzón, dejando a Manon el mío. El sobretodo que llevaba era largo, y con ayuda de algunos alfileres, lo arreglé de modo que pude salir sin que se advirtiera nada.

El resto del día me pareció interminable. Llegada la hora convenida, fuimos en un coche hacia el hospital, deteniéndonos un poco más arriba de su puerta. No llevábamos mucho tiempo en espera cuando vimos aparecer a Manon con su guía. Abrimos la portezuela, y los dos montaron rápidamente. Yo recibí en mis brazos a mi amante. Ella temblaba como uma hoja. El cochero me preguntó dónde tenía que detenerse: "Sigue hasta el fin del mundo le dije, y llévame a un sitio en que no pueda nadie separarme de mi querida Manon." Este arranque, que no pude contener, estuvo a punto de causarme un enojoso contratiempo. El cochero se percató de mi lenguaje, y cuando luego le dije el nombre de la calle adonde debía conducirnos, me respondió que temía meterse en un mal asunto; que bien veía que aquel guapo mozo, que se llamaba Manon, era una muchacha que yo robaba del hospital, y que no estaba de humor de perderse por mi linda cara.

La delicadeza de aquel bribón on no era otra cosa