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que ganas de cobrar más caro el coche. Estábamos demasiado cerca del hospital para no ser comedidos. "Cállate—le dije—; un luis de oro para ti." Con esto, hubiérame ayudado incluso a quemar el hospital.

Ganamos la casa donde vivía Lescaut. Como era tarde, el señor T se separó de nosotros en el camino, prometiendo ir a vernos al día siguiente; el criado se quedó con nosotros.

Yo tenía a Manon tan apretada contra mí, que no ocupábamos más que un asiento del coche. Ella lloraba de alegría, y mis mejillas se mojaban con sus lágrimas.

Cuando descendimos del coche para entrar en casa de Lescaut, tuve con el cochero un altercado, cuyas consecuencias fueron funestas. Me arrepentí de haberle prometido un luis de oro, no sólo porque la propina me parecía excesiva, sino por otra razón mucho más poderosa: porque me veía en la imposibilidad de pagarlo. Mandé llamar a Lescaut, quien bajó a la calle desde su cuarto. Le dije al oído el apuro en que me hallaba. Como era de un carácter brusco y poco acostumbrado a guardar consideraciones a un cochero, respondióme que si me burlaba de él. "¡Un luis de oro!—añadió—.

Veinte bastonazos es lo que hay que darle a este tunante." Por más que intenté con dulzura persuadirle de que iba a causar nuestra ruina, me arrebató el bastón con ademán de pegar al cochero. Este, que seguramente en alguna ocasión estuvo al alcance de un guardia de Corps o de un alty C