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da, no creí obtenerlo con tan poco trabajo; es decir, sin que me hubiera reñido por mi impenitencia. Pero me equivocaba creyéndome libre de sus reproches, pues cuando terminó de contar el dinero y yo me disponía a marcharme, me suplicó que diera un paseo con él. No le había hablado de Manon, e ignoraba que estuviese en libertad; así es que su moral sólo versó sobre mi huída temeraria de San Lázaro y sobre el temor que abrigaba de que, en vez de aprovechar las lecciones de sensatez que allí recibiera, fuese a caer de nuevo en una vida de desorden.

Me dijo que al ir a San Lázaro a verme al día siguiente de mi evasión, su asombro no tuvo límites al enterarse de la forma en que la realicé; que había hablado con el superior; que el buen padre aún no estaba repuesto del susto; que, sin embargo de ello, había tenido la generosidad de atenuar ante el jefe de Policía las circunstancias de mi mancha y evitado que trascendiese la muerte del portero; que, por consiguiente, de aquel lado no tenía nada que temer; pero que si me quedaba un átomo de cordura, aprovechara aquel feliz giro que el cielo daba a mis asuntos; que debía comenzar por escribir a mi padre y ponerme bien con él, y que si quería seguir sus consejos uma vez sólo, era de opinión que me marchase de París y volviese al seno de mi familia.

Escuché su discurso hasta el fin. En él había muchas cosas satisfactorias. Me alegré muchísimo, primero, de no tener nada que temer por el asunto Two