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das, pues quizá le hiciera ocultar parte de la verdad. Sin embargo, después de reflexionar, me rehice de mis alarmas, llegando hasta sentir haber dado aquella muestra de debilidad. No podía considerar culpa de Manon el que la amasen. Según las apariencias, ella debía de ignorar aquella conquista. ¿Y qué vivir iba a ser el mío si con tanta facilidad abría el pecho al aguijón de los celos?

Volví a París al día siguiente, sin otro propósito que acelerar los progresos de mi fortuna jugando más fuerte, para estar en situación de marcharme de Chaillot en cuanto tuviera motivo de inquietud. Por la noche no supe ninguna noticia que turbase mi tranquilidad. El extranjero se presentó en el bosque de Bolonia, y, fundándose en lo ocurrido la víspera, se acercó a mi confidente, le habló de su amor, pero en términos que delataban no hallarse en inteligencia con Manon. Le preguntó mil detalles. Finalmente, intentó ganarle en su favor haciéndole promesas considerables, y, sacando una carta que llevaba preparada, le ofreció inútilmente algunos luises de oro para que la entregase a su ama.

Dos días transcurrieron sin otro incidente. El tercero fué más movido. Al llegar de la capital, bastante tarde, supe que, durante el paseo, Manon se había separado un momento de sus compañeras.

El extranjero, que la seguía a poca distancia, se había acercado a una seña suya, y ella le había entregado una carta, que él recibió con muestras de entusiasmo. Aquel transporte de alegría sólo inalty