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sarle no poco asombro. Vi un hombre muy bien puesto, pero bastante mal encarado.

A pesar del embarazo que aquella escena le produjera, no dejó de hacer un profundo saludo. Manon no le dejó tiempo de abrir la boca; le presentó su espejo, diciendo: "Miraos, caballero; miraos bien y hacedme justicia. Vos pretendéis mi amor; éste es el hombre que amo y a quien he jurado amar toda mi vida. Haced vos mismo la comparación; si creéis disputarle mi corazón, decidme en qué os fundáis, pues yo declaro que, para vuestra humilde servidora, todos los príncipes de Italia no pueden compararse con uno de los cabellos que tengo en la mano." Durante aquel absurdo discurso, que aparentemente ella había meditado, yo hice esfuerzos inútiles por soltarme, y, compadeciéndome de un hombre serio, me sentí inclinado a reparar aquel ultraje a fuerza de amabilidades. Pero él se rehizo fácilmente, y su respuesta, que me pareció bastante grosera, me hizo renunciar a mi propósito.

"Señorita, señorita—dijo con sonrisa forzada—; en efecto, abro los ojos y veo que sois mucho menos novicia de lo que yo me figuraba." Luego se retiró sin mirarla, añadiendo en voz más baja que las mujeres de Francia no valen más que las de Italia. Nada me invitaba en aquella ocasión a hacerle formar mejor idea del bello sexo.

Manon soltó mis cabellos, se dejó caer en un 81llón e hizo resonar el cuarto con sus ruidosas car-