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tiga y de calor, indicaban que aquellos vehículos acababan de llegar.

Me detuve un instante para informarme de la causa de aquel tumulto; pero no pude sacar mucho en limpio de un populacho curioso que, sin prestar atención ninguna a mis preguntas, afluía hacia la hostería, empujándose con gran confusión.

Por fin, apareció en la puerta un arquero con su bandolera y mosquete al hombro, y le hice señas de que se acercara. Le rogué que me dijese el motivo de todo aquel alboroto.

—No es nada, señor—me dijo—; es que mis compañeros y yo vamos custodiando a una docena de muchachas alegres, que conducimos al Havre, donde han de embarcarse para América. Hay algunas que son bonitas, y esto, al parecer, excita la curiosidad de estos campesinos.

No hubiera tratado de inquirir más si no hubieran llamado mi atención las exclamaciones de una vieja que salía de la hostería juntando las manos y gritando que aquello era una barbaridad, una cosa que daba horror y lástima.

—¿De qué se trata ?—le dije.

—¡Ah, señor!, entrad—respondió ella—y ved si este espectáculo no es capaz de partir el corazón.

La curiosidad me hizo apear del caballo, que entregué a mi palafrenero. Entré con trabajo, atravesando la multitud, y, en efecto, vi algo verdaderamente conmovedor.

Entre las doce muchachas apareadas con una cadena por la cintura, había una cuyo porte y cuyo Sally inalty