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lagar a mi más cruel enemigo, para conseguir algo por el camino de la sumisión. Le supliqué, en tono cortés, que me escuchase un momento.

"Me hago justicia—dijele—; confieso que la ju ventud me ha hecho cometer graves faltas y que yos estáis bastante herido por ellas para quejaros. Pero si conocéis la fuerza del amor, si podéis juzgar el sufrimiento de un pobre muchacho a quien le arrebatan lo que ama, quizá encontréis perdonable una pequeña venganza, o, por lo menos, me consideraréis bastante castigado con la afrenta que acabo de sufrir. Sin necesidad de prisión ni de tormento, os descubriré, señor, dónde está vuestro hijo. Está en lugar seguro; mi propósito no era hacerle daño ni ofenderos. Estoy dispuesto a deciros el sitio en que pasa la noche tranquilamente, si me hacéis el favor de concederme la libertad." Aquel viejo tigre, en vez de conmoverse con mi ruego, volvióme la espalda riendo, dejando caer algunas palabras que me dieron a entender que conocía la historia desde el principio. Respecto a su hijo, añadió brutalmente, que ya le encontraría, puesto que no le había asesinado.

"Llevadlos al Châtelet—dijo a los arqueros, y mucho cuidado con el caballero; que no se escape. Es un ladino, que ya se fugó de San Lázaro." Salió, dejándome en el estado que podéis imaginar. "Oh, cielos!—exclamé—; recibiría sumiso todos os golpes que vengan de tu mano; pero que un bribón tenga autoridad para tratarme con esta by