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mi libertad. Era evidente que en nuestro asunto no había nada criminal, y aun suponiendo que se probase nuestro propósito de robo por la declaración de Marcelo, yo sabía que las intenciones no se castigan. Decidí escribir inmediatamente a mi padre rogándole que se trasladase a París. Me avergonzaba menos, como he dicho, estar en el Châtelet que en San Lázaro. Además, aunque conservaba todo el respeto debido a la autoridad paterna, la edad y la experiencia habían disminuído mi timidez. Escribí, pues, y en el Châtelet no pusieron dificultad alguna para que saliese mi carta; pero pude ahorrarme aquel trabajo si hubiera sabido que mi padre debía de llegar a París al día siguiente.

Había recibido la que le escribí ocho días antes.

Ella le produjo una alegría extrema; pero por mucho que le hubiese halagado lo que le decía respecto a mi conversión, creyó que no debía atenerse en absoluto a mis promesas. Tomó, pues, el partido de ir a asegurarse de mi cambio por sus propios ojos y basar su conducta en la sinceridad de mi arrepentimiento. Llegó al día siguiente de mi detención.

La primera visita fué para Tibergo, a quien yo le rogué que dirigiera su contestación. No pudo saber por él ni mis señas ni mi situación en aquel momento; solamente le puso en autos de mis priocipales aventuras desde que me escapé de San Sulpicio. Tibergo le habló muy bien de las intenciones honradas que le manifestara en nuestra últiay MANON 12