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bertar a Manon, me respondió con tristeza que veía tan poca luz, que, a menos de encontrar una ayuda extraordinaria del cielo, era necesario renunciar a toda esperanza; que él había ido expresamente al hospital después que ella estaba alli encerrada, y que ni él mismo había conseguido que le permitieran verla; que las órdenes del jefe de Policía eran de un rigor extremo, y que, para colmo de desdichas, el grupo de infelices de que formaba parte debía partir a los dos días de la fechs en que estábamos.

Tan abatido me dejaron sus palabras, que él habría podido estar hablando una hora sin que yo pensase interrumpirle. Continuó diciéndome que ao había ido a verme al Châtelet para poder servirme con más libertad si le suponían sin relación alguna conmigo; que después de mi salida de la prisión sintió mucho no saber dónde me refugiars, y que había deseado verme pronto para darme el único consejo por donde pudiera tener alguna esperanza de libertar a Manon, pero consejo peligroso, y en cuya ejecución me rogaba no apareciera su nombre: consistía en elegir unos cuantos valientes que tuvieser. coraje para atacar a los guardianes de Manon cuando salieran con ella de París. No esperó a que le hablase de mi indigencia. "Aquí tenéis cien pistolas—me dijo—, que o drán seros de utilidad; me las devolveréis cuando la suerte haya puesto en orden vuestros asuntos." Añadió que, si no fuera por el temor de perder su Betty