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a la costa deseada. El país no nos ofreció nada agradable a primera vista. Campos estériles y deshabitados, donde apenas si se veían algunos cañaverales y algunos árboles despojados de sus hojas por el viento. Ni vestigio de hombres ni de animales. Sin embargo, el capitán mandó disparar varios cañonazos, y a poco vimos un grupo de ciudadanos de Nueva Orleáns, que se acercaron a nosotros con visibles muestras de alegría. Aún no habíamos descubierto la ciudad, oculta de aquel lado por una pequeña colina. Nos recibieron como a gentes llovídas del cielo.

Aquellos pobres habitantes nos hacían ansiosamente mil preguntas sobre el estado de Francia y de las respectivas provincias en que cada uno había nacido. Nos abrazaban como a hermanos y como a compañeros queridos que iban a compartir su miseria y su soledad. Tomamos con ellos el camino de la ciudad; pero, conforme avanzábamos, nos sorprendió mucho descubrir que aquello que nos habían pintado como una buena población no era más que un conjunto de cabañas miserables, habitadas por quinientas o seiscientas personas.

La casa del gobernador se distinguía de las demás por su altura y su situación. Estaba defendida por algunos terraplenes, en derredor de los cuales se ahondaba un ancho foso.

Inmediatamente fuimos presentados al goberna dor, quien, después de hablar largo rato con el capitán, llegóse hacia nosotros y examinó una por una todas las muchachas que llegaron en el barco.

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