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zamos las espadas; yo le herf y le desarmé casi al mismo tiempo. Tanto le enfureció su desgracia, que se negó a pedirme la vida y a renunciar a Manon. Yo tenía quizá derecho a quitarle una y otra de un golpe; pero la sangre generosa no se desmiente nunca. Le arrojé su espada. "Volvamos a empezar—le dije, pero tened en cuenta que es sin cuartel." Me atacó con una furia espantosa. Debo confesar que yo no era muy diestro en el manejo de las armas, pues sólo había dado tres meses de lección en París. El amor dirigía mi espada. Synnelet no dejó de atravesarme el brazo de parte a parte; pero yo le cogí la vez y le asesté un golpe tan vigoroso, que cayó a mis pies sin movimiento.

A pesar de la alegría que la victoria produce, después de un combate mortal, en seguida reflexioné sobre las consecuencias de aquella muerte.

No podía esperar gracia, ni siquiera demora en mi suplicio. Conociendo como conocía la pasión del gobernador por su sobrino, estaba seguro de que mi muerte sería decretada para una hora después de descubierta la suya. Por apremiante que fuera esta idea, no era la causa mayor de mi inquietud. Manon, el interés de Manon, su peligro y la necesidad de perderla, me ofuscaban de tal modo, que mis ojos se cubrieron de un velo, impidiéndome reconocer el lugar en que me hallaba. Envidiaba la suerte de Synnelet: una muerte rápida me parecía el único remedio a mis malesball