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ción; yo, cuya formalidad y continencia admiraba todo el mundo, me sentí inflamado de repente hasta la locura. Tenía yo el defecto de ser tímido con exceso y de desconcertarme fácilmente; pero entonces, lejos de verme detenido por esta flaqueza, me adelanté hacia la dueña de mi corazón.

Aunque era más joven que yo, recibió mis agasajos sin aparecer turbada. Le pregunté lo que la llevaba a Amiens, y si conocía a alguien allí.

Me respondió ingenuamente que la enviaban sus padres para ser religiosa. El amor, que desde un momento antes adueñárase de mi corazón, habíame abierto los ojos de tal suerte, que consideré aquel propósito como un golpe mortal para mis deseos. Le hablé de un modo que le hizo comprender mis sentimientos, pues tenía mucha más experiencia que yo: la enviaban al convento contra su voluntad, sin duda para contener su inclinación al placer, que ya se había manifestado en ella, y que ha sido la causa de todas sus desgracias y las mías, Combatí la cruel intención de sus padres, con todas las razones que me inspiraron mi amor naciente y mi elocuencia escolástica. Ella no afectó ni rigor ni desdén. Díjome, después de un corto silencio, que demasiado preveía su infelicidad; pero que aquella era indudablemente la voluntad de Dios, puesto que no le enviaba ningún medio de evitarlo. La dulzura de su mirada, el aire encantador de tristeza con que pronunciara estas palabras, o más bien quizá la.

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