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dieran impedirla. Pronunció un discurso serio, que duró más de un cuarto de hora, terminando con la amenaza de denunciarme si no le daba mi pałabra de portarme con más condura y sensatez.

Me desesperaba el haberme traicionado tan tontamente. Sin embargo, como el amor había aguzado mi entendimiento hacía dos horas, recordé que no le había dicho que mi intento era poner en práctica el proyecto al día siguiente, y resolví engañarle, sirviéndome de un equívoco.

—Tibergo—le dije—, siempre he creído que érais mi amigo, y ahora he querido probaros con esta confidencia. Es verdad que amo, no os he engañado; pero, en lo tocante a mi fuga, no es cosa para hacerla a tontas y a locas. Venid a buscarme mañana a las nueve, os presentaré a mi amante, y vos mismo juzgaréis si merece que dé este paso por ella.

Me dejó solo después de mil protestas de amistad.

Empleé la noche en ordenar mis asuntos, y vuelto a la posada de la señorita Manon hacia el amanecer, halléla esperándome. Estaba en la ventana que daba a la calle, de suerte que, al verme, fué a abrirme ella misma. Salimos sin hacer ruido. Ella no llevaba más equipaje que su ropa blanca, de la que yo mismo hube de encargarme; la silla de posta se hallaba aparejada, y en seguida nos alejamos de la ciudad.

Más adelante referire la conducta de Tibergo cuando advirtió que le había engañado. No por ello se enfrió su celo. Ya veréis a qué exceso le alty