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mente volví a casa. Besé a Manon con el mismo cariño de siempre. Ella me recibió muy bien. Tentado estuve de darle cuenta de mis conjeturas, que encontraba más verosímiles cada vez; me contuve, esperando que quizá se le ocurriera prevenirme de ello contándome todo lo que había pasado.

Nos sirvieron la cena. Yo me senté a la mesa muy alegre; pero a la luz de la bujía, colocada entre ella y yo, creí notar cierta tristeza en el rostro y en los ojos de mi amada. Aquella idea me la produjo también a mí. Observé que sus miradas fijábanse en mí de modo distinto que de ordinario.

No hubiera podido decir si era amor o compasión, aunque me pareció que revelaba un sentimiento dulce y lánguido. Yo la miraba con atención pareja, y probablemente ella leería en mis miradasel estado de mi corazón. No nos cuidamos de hablar ni de comer. Por fin vi que de sus bellos ojos:

se deslizaban algunas lágrimas, ¡pérfidas lágrimas!

¡Dios mío—exclamé, estás llorando, querida Manon! ¡Estás afligida hasta el punto de llorar, y no me dices una palabra de tus penas!

Ella no me respondió sino con suspiros, que aumentaron mi inquietud. Me levanté temblando; la conjuré con todos los argumentos del amor a que me descubriera el motivo de su llanto; yo mismo lloré enjugando sus lágrimas; estaba más muerto que vivo. Un salvaje hubiérase enternecido al ver las muestras de mi dolor y mi temor.

Mientras yo estaba entregado completamente a alty