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cía—. Si mis sospechas son fundadas, puedes despedirte de la vida." Sin embargo, reflexioné que ignoraba el sitio donde yo vivía, y, por lo tanto, no habían podido saberlo de él. Mi alma no osaba hacerse culpable de acusar a Manon. Aquella tristeza que parecía abrumarla, sus lágrimas, la ternura con que me besó al retirarse, eran, en verdad, un enigma; pero sentíame inclinado a explicarlo como un presentimiento de nuestra desgracia común; y mientras me desesperaba del accidente que me arrancaba de sus brazos, tenía la credulidad de imaginar que aún era ella más digna de lástima que yo.

El resultado de mis meditaciones fué conven² cerme de que en las calles de París me habrían visto algunas personas amigas de mi padre y le habrían avisado. Este pensamiento me consoló.

Contaba con que todo acabaría en alguna reprimenda, o, a lo sumo, en alguna paliza que había de sufrir de la autoridad paterna. Resolví aguantarlo con paciencia y prometer todo lo que se me exigiera, para facilitar la ocasión de retornar pronto a París y devolver la vida y la alegría a mi querida Manon.

Llegamos en poco tiempo a Saint—Denis. Mi hermano, sorprendido de mi silencio, se imaginó que era efecto de mi temor. Propúsose consolarme, asegurándome que no tenía nada que temer de la severidad de mi padre, siempre que estuviese dispuesto a reintegrarme a mis deberes y a merecer el cariño que me profesaba. Me hizo pasar la noTiially