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"Luego habéis visto a Manón?—le respondí suspirando. ¡Sois más feliz que yo, que estoy condenado a no volverla a ver jamás!" Me reprochó esta exclamación, que demostraba aún mi debilidad por ella. Tibergo me halagó tan hábilmente por la bondad de mi carácter y mis inclinacio nes, que en aquella visita me hizo sentir un ardoroso deseo de renunciar como él a todos los placeres del siglo y entrar en el estado eclesiástico.

Acariciaba esta idea con tal entusiasmo, que, al quedarme solo, no pensaba en otra cosa. Recordaba los discursos del obispo de Amiens, que me dió el mismo consejo, y los felices augurios que formara en mi favor si me ocurría tomar este camino. La piedad mezclóse también en mis cavilaciones. "Llevaré una vida tranquila y cristiana—me decía—; me ocuparé en el estudio y en la religión, que no me permitirán pensar en los peligrosos placeres del amor. Despreciaré lo que admira el común de los hombres, y como estoy seguro de que mi corazón no ha de desear más que aquello que estime, tendré tan pocas inquietudes como deseos." Sobre esto imaginaba de antemano un plan de vida apacible y solitaria. En él figuraba una casa escondida, con un bosquecillo y un arroyo de dulces aguas al extremo del jardín; una biblioteca, compuesta de libros escogidos; un corto número de amigos virtuosos y de buen sentido; una mesa limpia, pero sobria y frugal. Añadía una correspondencia epistolar, periódica, con un amigo que viviera en París y que me informaría de los aconTolly