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y de felicitaciones. Eran las seis de la tarde. Un momento después de mi vuelta me avisaron que una señora quería verme. Fuí al locutorio inmediatamente. ¡Oh, Dios, qué admirable aparición!

Encontré allí a Manon. Era ella; pero más adorable, más bella que la viera nunca. Tenía entonces diez y ocho años. Sus encantos sobrepujaban a todo encarecimiento; su aire era tan fino, tan dulce, tan atrayente: era el Amor mismo. Toda ellame pareció un encanto.

A su vista quedé turbado, y no pudiendo conjeturar cuál sería el objeto de aquella visita, esperé temblando, con los ojos bajos, a que ella se explicara. Su turbación fué unos momentos igual a la mía; pero, viendo que continuaba callado, se pusola mano en los ojos para ocultar las lágrimas. Me dijo con timidez que su infidelidad merecía mi odio, pero que si en verdad alguna vez sentí por ella alguna ternura, había sido bien cruel dejando transcurrir dos años sin molestarme en informarlade mi suerte, y que aún era más cruel viéndola en aquel estado sin decirle una palabra. El trastorno de mi alma al escucharla no puede expresarse.

Ella se sentó. Yo permanecí en pie, con el cuer—po medio vuelto, sin atreverme a mirarla cara a cara. Varias veces comencé a articular una respuesta que no pude terminar. Por fin hice un esfuerzo para exclamar dolorosamente: "¡Ah, pérfida Manon!" Ella me repitió, vertiendo ardienteslágrimas, que no pretendía justificarse de su perfidia. "¿Qué pretendes, pues?", exclamé yo. "Preontby