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por Manon todos los obispados del mundo cristiano. Le pregunté cómo quería que arreglásemos nuestros asuntos. Ella me dijo que lo primero era salir en seguida del seminario y buscar un sitio seguro donde pudiéramos hablar. Consentí en todo sin replicar. Montó en su coche para ir a esperarme en la esquina de la calle. Un momento después yo me escapé sin ser visto por el portero. Monté con ella. Fuimos a una prendería, donde yo me puse otra vez los galones y la espada. Manon lo pagó todo, pues yo no tenía un cuarto, y ante el temor de que encontrase alguna dificultad para salir de San Sulpicio, ella no quiso que volviese a mi cuarto para coger el dinero. Mi tesoro, además, era muy mezquino, y ella, gracias a las liberalidades del señor de B, tenía lo bastante para despreciar lo que yo por su causa abandonaba. En casa del ropavejero convinimos en lo que habíamos de hacer.

Para dar más importancia a lo que hacía en mi favor, sacrificando a B, decidió no guardarle consideración alguna. "Le dejaré los muebles —dijo; son suyos; pero me llevaré, como es natural, las alhajas y unos sesenta mil francos que he obtenido de él en dos años. No le he otorgado ningún derecho sobre mí—agregó—; así es que podemos permanecer sin temor en París, alquilando una casa cómoda, en la que viviremos felices." Repliqué yo que si para ella no había ningún peligro, para mí sí lo había, y muy grande, pues más