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dispuestos a reducir demasiado nuestro gasto. Ni Manon ni yo teníamos como principal virtud la de la economía. He aquí el plan que yo le propuse:

"Sesenta mil francos—le dije—pueden durarnos diez años. Con dos mil escudos al año tendremos suficiente si seguimos viviendo en Chaillot, pues aquí hacemos una vida decorosa, pero sencilla. El único gasto superfluo será el sostenimiento de un coche y las diversiones. Haremos un arreglo. A ti te gusta la ópera; iremos dos veces por semana.

Si jugamos, nos compondremos de manera que nunca perderemos más de dos pistolas. Es imposible que en diez años no haya algún cambio en mi familia; mi padre es viejo, puede morirse; en ese caso, yo heredaría algo, y entonces ya no tendríamos que preocuparnos." Este arreglo no hubiera sido la acción más loca de mi vida si hubiésemos sido lo bastante sensatos para sujetarnos a él; pero nuestra resolución no duró ni un mes. Manon sentía afición desmedida por los placeres, y yo estaba loco por ella; a cada paso teníamos mil motivos de gasto, y, lejos de sentir las cantidades que ella malgastaba muchas veces, yo era el primero que le procuraba todo lo que suponía que podría agradarla. La casa de Chaillot empezó a cansarla.

Acercábase el invierno, todo el mundo volvía a la capital y el campo quedaba desierto. Ella me propuso que tomáramos casa en París. Yo no consentí en ello; pero, para complacerla en algo, le dije que podíamos alquilar un piso amueblado, Say al by