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ellas, y hasta a uno mismo le cuesta trabajo comprenderlas, porque siendo únicas, no tienen relación con nada en la memoria y no pueden compararse con otro sentimiento conocido. Pero sean cuales fueran mis sentimientos, es seguro que entraba en ellos el dolor, el despecho, los celos, la vergüenza. ¡Feliz yo si no hubiera entrado también el amor!

"Me ama, quiero creerlo—exclamaba—; pero no sería un monstruo si me odiase? ¿Qué derechos puede tener nadie sobre un corazón que yo no tenga sobre el suyo? ¿Qué me queda que hacer por ella después de todo lo que le he sacrificado?

¡X, sin embargo, me abandona! ¡Y la ingrata se cree a cubierto de mis reproches diciéndome que no deja de amarme! ¡Teme al hambre! ¡Dios del amor! ¡Qué sentimientos más groseros y qué mal responden a mi delicadeza! ¡Yo no la he temido; yo, que de buen grado me he expuesto a ella por su culpa, renunciando a mí fortuna y las comodidades de la casa de mi padre; yo, que me he quitado hasta lo necesario para satisfacer sus menores caprichos! Y dice que me adora. Si me adorases, ingrata, ya sé yo de quién te habrías aconsejado; no me habrías abandonado, al menos, sin decirme adiós. A mí es a quien pueden preguntar qué penas crueles sienten los que se separan de quien adoran. Sería necesario haber perdido la razón para exponerse a ellas voluntariamente." Mis quejas fueron interrumpidas por una visita que no esperaba: la de Lescaut. "Verdugo!—dije-