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su retrato; pero el amor propio no le permitió reconocerse, y lo terminé con tal habilidad, que él mismo fué el primero en encontrarlo muy risible.

Ya veréis que no sin razón me he detenido en esta escena.

Llegada la hora de dormir, él habló de amor y de impaciencia. Lescaut y yo nos retiramos. Condujeron al viejo a su cuarto, y Manon, que salió pretextando una recesidad, vino a unirse con nosotros. El coche, que aguardaba dos o tres casas más abajo, adelantóse para que subiéramos en él.

En un instante estuvimos lejos del barrio.

Aunque a mis propios ojos esta acción fuese una verdadera pillada, no era la de peor género que podía reprocharme. Sentía más escrúpulos por el dinero del juego. Y, sin embargo, bien poco disfrutamos de los dos, y el cielo quiso que la menos grave de aquellas faltas fuese la castigada con más rigor. El señor G de M no tardó mucho en advertir el engaño. No sé si aquella misma noche daría algunos pasos para descubrir nuestro paradero; pero era bastante conocido para emprender diligencias inútiles, y nosotros tan imprudentes, que nos fiamos demasiado del área de París y de la distancia que había entre su barrio y el nuestro. No solamente se informó de donde habítábamos y de nuestro modo presente de vivir, sino que supo también quién era yo, la vida que había llevado en París, las relaciones de Manon con el señor B y la manera como hubo de engañarle; en una palabra, la parte escandalosa datora, toda la A