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carme al estudio con gran entusiasmo, dándole de este modo, en toda ocasión, pruebas del cambio que deseaba.

Sin embargo, la mudanza sólo era externa. Debo confesarlo para vergüenza mía: en San Lázaro hice el papel de hipócrita. Cuando estaba solo, en vez de estudiar, únicamente me ocupaba en lamentar mi destino. Maldecía mi prisión y la tiranfa que me confinaba en ella. Apenas me repuse un poco del abatimiento en que me sumiera aquella turbación, caí en los tormentos del amor. La ausencia de Manon, la incertidumbre de su suerte, el temor de no tornar a verla, eran el objeto único de mis meditaciones. Me la imaginaba en los brazos de G de M. Esta fué mi primera idea, pues, lejos de pensar que sería tratada del mismo modo que yo, estaba convencido de que el viejo me había alejado para poseerla tranquilamente.

Así pasé días y noches que me parecieron eterpos. Mi única esperanza era que mi hipocresía al fin triunfara. Observaba atentamente el rostro y dos discursos del superior, para asegurarme de lo que pensaba de mí, y hacía hincapié en agradarle, pues le consideraba como el árbitro de mi suerte. Fácilmente advertí que tenía todas sus simpatías. No dudé que estuviese dispuesto a servirme.

Un día tuve el valor de preguntarle si era de él de quien dependía mi libertad. Respondióme que no era el precisamente quien había de decretarla; Polly