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pero que, con su testimonio, esperaba que el señor G de M, a cuya instancia me prendiera el jefe de Policía, no pondría obstáculo en dejarme libre. "¿Puedo suponer—repuse con dulzura—que los dos meses que llevo de encierro le parezcan bastante castigo?" Me prometió hablarle, si tal era mi deseo. Roguéle insistentemente que me hiciera ese favor. Dos días después me dijo que el señor G de M se había conmovido tanto con todo le bueno que de mí le dijeron, que, no solamente !

accedería a dejarme libre, sino que había manifestado deseos de conocerme más de cerca, y se proponía ir a visitarme a mi encierro. Aun cuando su presencia no me era agradable, la consideré como un paso hacia la libertad.

Efectivamente, vino a San Lázaro. Me pareció de un aire más serio y menos tonto que en casa de Manon. Me hizo algunas reflexiones sensatas acerca de mi mala conducta. Añadió, para justificar aparentemente sus propios desórdenes, que podía permitirse a la flaqueza de los hombres procurarse ciertos placeres que la Naturaleza exige, pero que las pilladas y malas mañas merecían ser castigadas.

Le escuché con un aire tan sumiso, que pareció satisfacerle. Ni siquiera me ofendí al oirle deslizar algunas cuchufletas sobre mi fraternidad con Manon y Lescaut, y sobre las capillitas, de las cuales—me dijo—suponía que habría hecho un gran número en San Lázaro, puesto que me gustaba tanto dedicarme a tan piadosa ocupación. Pero, Dizaly