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I PRIMER VIAJE EN TORNO DEL GLOBO 43

Hacia los 14° de latitud septentrional sufrimos mu- chas ráfagas impetuosas que, unidas a las corrientes, nos impidieron avanzar. Cuando las ráfagas soplaban, teníamos la precaución de amainar las velas, y ponía- mos en facha el navio hasta que el viento cesaba.

Tiburones, — Durante los días serenos y calmosos, unos peces grandes a los que llaman tiburones (perros marinos) nadaban cerca de nuestro navio. Estos peces tienen varias hileras de dientes terribles, y si por des- gracia encuentran un hombre en el mar, le devoran en el acto. Pescamos muchos con anzuelos de hierro; pero los grandes no son del todo comestibles, y los peque- ños no valen gran cosa (1).

Fuegos de San Telmo. — Durante las tempestades vimos frecuentemente lo que se llama Cuerpo Santo, esto es, San Telmo. Una noche muy obscura se nos apareció como una hermosa antorcha en la punta del palo mayor, en donde flameó por espacio de dos horas, lo que fué un gran consuelo en medio de la tempestad. Al desaparecer, proyectó una lumbrarada tan grande, que nos dejó, por decirlo así, cegados. Nos creímos perdidos; pero el viento cesó en aquel instante (2).

(1) Hay muchas clases de tiburones. El célebre Spallanzani^ profesor que fué de la Universidad de Pavía, es el naturalista que estudió mejor a este pez, particularmente en lo relativo a la forma,, disposición y uso de sus dientes (Viaggi alie due Sicilie, tomo IV). Tenemos en el museo de nuestra biblioteca una cabeza de tiburón» cuya garganta tiene dos pies y medio de abertura perpendicular» con cinco filas de dientes, cada uno de pulgada y media de largo. En el mismo museo poseemos algunos dientes fósiles de tiburón» que tienen tres pulgadas de largo, por lo que puede imaginarse a qué enorme animal pertenecieron. Es probable que Septala encon- trase estos dientes en las colinas del Tortonois (véase Mus. Septal., pág. 225), en donde yo mismo encontré algunos cuando han recons- truido el castillo.

(2) En todos los tiempos se han visto estos fuegos en la punta de los mástiles durante la tempestad, y se les ha considerado siem- pre como un signo de la protección del cielo. Los idólatras veían en ellos a Castor y Pollux, y los cristianos a sus santos, y, sobre todo»