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Acta de Benedicto XV

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Además, este hombre santísimo nos enseña a buscar las fuentes de la vida interior donde Cristo los colocó, es decir, en los sacramentos, en la observancia de los preceptos del Evangelio y en los múltiples ejercicios de piedad que la liturgia misma presenta y la autoridad de la Iglesia propone. En este sentido, Venerables Hermanos, queremos ofreceros algunos pensamientos de nuestro [Efrén] sobre el sacrificio del altar: «El sacerdote pone a Cristo con sus manos sobre el altar para que se convierta en alimento. Luego se vuelve hacia el Padre como un siervo diciendo: Dame tu Espíritu, para que pueda descender sobre el altar y santificar el pan puesto para hacerse Cuerpo de tu Hijo unigénito. Le narra la pasión y la muerte de Cristo y muestra en su presencia los golpes [que recibió], y Dios no se avergüenza de los golpes de su Hijo primogénito. El sacerdote le dice al Padre invisible: He aquí, el que está colgado en la Cruz es tu Hijo, y sus vestidos están cubiertos de sangre, y su costado atravesado por la lanza. El sacerdote le recuerda la pasión y la muerte de su amado Hijo, como si se hubiera olvidado, y el Padre escucha y responde a sus oraciones»[1]. De lo que Efrén escribe sobre la condición de los justos después de la muerte, nada armoniza mejor con la constante doctrina de la Iglesia, definida más tarde por el Concilio de Florencia: «El difunto es conducido por el Señor y ha sido ya introducido en el reino de los cielos. El alma del difunto es bienvenida al cielo y se inserta como una perla en la corona de Cristo. Y ahora ya habita junto a Dios y sus santos»[2].

¿Pero quién podría resaltar la devoción de Efrén a la Virgen Madre de Dios? «Tú, Señor y tu Madre», exclama en un himno de Nisibis, «vosotros sois los únicos que tenéis una belleza perfecta en todos los aspectos: en ti, mi Señor, no hay mancha, en tu Madre no hay pecado»[3]. Nunca esta "cítara del Espíritu Santo" produzco sonidos más delicados que cuando se propone cantar las alabanzas de María, o su virginidad inmaculada o su maternidad divina o su patrocinio sobre hombres llenos de misericordia.

De no menos entusiasmo, se deja llevar cuando, desde la lejana Edesa, mira a Roma para alabar la primacía de Pedro con elogios:

  1. Cf. Rahmani, I Fasti della Chiesa Patriarcale Antiochena, VIII-IX.
  2. Carm. Nisib. c. VI, pp. 24-28.
  3. Carm. Nisib. n. 27.