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Acta de Benedicto XV

Nosotros, que abrazamos a los pueblos orientales con no menos solicitud y caridad que nuestros predecesores, nos alegramos de que no pocos de ellos, después de una guerra aterradora, hayan recuperado su libertad y retirado la religión del poder de los laicos. Si bien estos pueblos intentan reorganizar su vida política, cada uno de acuerdo con sus propias características nacionales y de acuerdo con las instituciones tradicionales, consideramos que haríamos un gesto muy adecuado para este momento y a su situación si les proponemos a su cuidadosa imitación y su ferviente adoración un espléndido ejemplo de santidad, doctrina y amor al país. Tenemos la intención de hablar sobre San Efrén el sirio, a quien Gregorio de Nisa compara apropiadamente con el río Éufrates porque, «irrigado por sus aguas, la multitud de cristianos multiplicó por cien el fruto»[1]. Hablemos de ese Efrén, que los mensajeros de Dios y los Padres y Doctores ortodoxos, desde Basilio, Crisóstomo y Jerónimo hasta Francisco de Sales y Alfonso Ligorio son unánimes en exaltar. Nos complace agregar Nuestra voz a la de estos anunciadores de la verdad antes mencionados, quienes, aunque de carácter diferente y distantes en el tiempo y el lugar, sin embargo forman un coro armonioso del cual fácilmente podría reconocer como director «el mismo Espíritu».

Venerados hermanos, si esta encíclica sigue a otra que les dirigimos con motivo del decimoquinto centenario del nacimiento de San Jerónimo, la razón es que estos dos preclaros varones están de acuerdo en varios puntos. De hecho, Jerónimo y Efrén eran casi contemporáneos, ambos monjes, ambos habitaron en Siria, ambos distinguidos por el conocimiento y el amor de los Libros Sagrados. Podríamos llamarlos con razón «dos candelabros luminosos»[2], con los que Dios pretendía iluminar adecuadamente con uno de ellos un país occidental, con el otro el oriental. El contenido de sus escritos está imbuido de la misma bondad y el mismo espíritu; en consecuencia, como en ellos brilla la misma e inmutable doctrina de los padres latinos y orientales, así sus méritos y su gloria se entrelazan y se funden en una sola corona.

  1. S. Greg. Nyss. Vita S. Ephrem, e. i, n. 4.
  2. Cfr. Apoc. XI, 4.