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Por lo tanto, así como el joven David había matado al gigante Goliat con su propia espada, Efrén opuso el arte al arte, vistió la doctrina católica con los versos y la música, y así la enseñó a las vírgenes y a los niños para que, poco a poco, todo el pueblo la memorizase. De este modo, no solo perfeccionó la formación de los fieles en la doctrina cristiana y fomentó y alimentó su piedad de acuerdo con el espíritu de la sagrada liturgia, sino que también evitó felizmente las sinuosas herejías.

Leemos en Teodoreto[1] cuánta dignidad ha conferido a las ceremonias sagradas el encanto de estas nobles artes, y encontramos la confirmación de esto en la amplia difusión de la métrica propagada por nuestro Santo, tanto entre los griegos como entre los latinos. Pues esta misma antífona litúrgica, con sus cantos y solemnidades, fue importada por Crisóstomo a Constantinopla[2], por Ambrosio de Milán[3], y que luego se extendió por toda Italia. Y si este "uso oriental", que en la capital lombarda conmovió tan profundamente a Agustín, siendo aún un catecúmeno, y que, retocado por Gregorio Magno, ha llegado, perfeccionada, hasta nosotros, ¿acaso se debe a otro autor?

Por tanto, no es de extrañar que los Padres de la Iglesia tengan en alta estima la autoridad de San Efrén. El Niseno escribe así sobre sus obras: «Desplazándose por toda la Escritura, el Antiguo y el Nuevo Testamento, y escudriñando su profundo significado como ningún otro, lo interpretó con extrema agudeza palabra por palabra; desde la creación del mundo hasta el último libro de gracia, él, iluminado por el Espíritu, en sus comentarios aclaró los puntos oscuros y difíciles»[4]. Crisóstomo agrega: «El gran Efrén despertó almas entumecidas, consoló a los afligidos, formó, dirigió y exhortó a los jóvenes;

  1. Theodoret. 1. IV, c. 27.
  2. Sozom. op. cit. 1. III, c. VIII.
  3. S. Aug. Confess. 1. IX, c 7.
  4. S. Greg. Nyss. op. cit.