Quedaba el enviar á la esclava, mas era ya tarde, y habia que estar á la vista de la comida, para cuando volviese Yusef con los trabajadores.
Cierto que Moraima no queria quedarse, punto ménos que sola, pues la anciana Fátima, ya hemos dicho apenas entendía algunas palabras en castellano; mas, por fin no hubo otro remedio, y miéntras la negrita esclava iba á la Mina en compañía del recien llegado, Moraima fué á llamar á su madre.
— Oidme, Moraima, —exclamó Juan de Silvela; — sereis capaz de no querer deteneros, un momento siquiera?
La hermosa jóven permaneció sin saber qué hacer, llevándose ambas manos al corazón, que, en verdad, latia como si se la fuese á saltar del pecho.
Apénas se oian los pasos de los esclavos y el borriquillo, que ya iban camino de la Mina, y Juan y Moraima estaban, mudos de temor, sin acertar á decir una palabra.
Hermosa, cual nunca, Moraima, y encendida como la grana, ponia de vez en cuando tímidamente los ojos en el Cristiano, que, por su apostura y gallardía, era, en verdad, el más apropiado compañero que para la jóven pudiera hallarse. Pálido aún Juan de Silvela, era de alta estatura y cuerpo bien proporcionado; blanco de rostro, los ojos azules y castaño el cabello, que en larga melena le llegaba hasta los hombros, mostraba el Cristiano, aunque jóven y casi imberbe, ser noble prototipo de su raza. Por último, dijo:
— De dia en dia os alejáis de mi, Moraima. ¿Qué daño os he hecho? ¿En qué os he ofendido, para que, de esa manera, huyais de estar á solas conmigo, como en otro tiempo?
Desde el sitio en que ambos jóvenes estaban, se veian varios álamos, en lo hondo de la cañada, inmediato al arroyo. No temblaban más las hojas verdes y blancas de los gallardos árboles, á impulso de la brisa del Mediterráneo, que Moraima ante la presencia y palabras de Juan de Silvela.
— ¿No me contestáis, Moraima? —añadió éste, tratando de asir su mano.
Retiróla al punto la Mora, diciendo:
— ¿Sois, por ventura mi esposo?
— Ojalá, Moraima de mi vida.
— Pero, ¿lo sois?