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lienta a su fuego, les da su pan, y, sin embargo, Dios sabe si él lo tendrá cuando las cosechas son malas, como este año."

Así me hablaban de Rafael. Quise, al menos, ver la morada de mi antiguo amigo. Me condujeron hasta el pie de la colina, en cuya cumbre surgía, de un bosquete de bojes y avellanos, su torre negruzca, flanqueada de algunas corralizas.

Crucé por un tronco de árbol el torrente casi seco que se despeñaba al fondo del barranco; subí por un sendero de piedras que rodaban bajo mis pies; los vacas y tres carneros pastaban en los abrasados flancos de la colina, guardados por un viejo criado casi ciego, que rezaba el rosario, sentado en un antiguo escudo de armas esculpido, desprendido de la cimbra de la puerta.

Me dijo que Rafael no había partido; pero estaba enfermo hacía dos meses, y que él no esperaba verle ya salir de la torre más que para ir al cementerio; me mostró con su mano descarnada el cementerio en la colina opuesta.

—¿Se puede ver a Rafael?—le dije.

—¡Oh, si!—dijo el anciano—. Subid los escalones y tirad de la cuerda del picaporte del salón grande, a la izquierda. ¡Le encontraréis tendido en el lecho, tan dulce como un ángel, tan sencillo como una criatura!—añadió enjugándose los ojos con el envés de la mano.

Trepé por la rampa empinada, larga y mellada de una escalera exterior. Los peldaños, que su bían contra el muro de la torre, terminaban en