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no me alejaban de ella sino para hacerme sentir más la atracción inconsciente que a ella me hacía volver; en su vestido blanco vislumbrado de lejos a través de los abetos de la montaña; en sus cabellos negros, que el viento del lago destrenzaba sobre las bordas de la barca; en sus pasos por la escalera; en la luz de su ventana; en el leve crujir del piso de abeto bajo sus pasos por la habitación; en el rasgueo de su pluma sobre el papel, cuando escribía; en el silencio mismo de aquellas largas noches de otoño que ella pasaba leyendo, escribiendo o soñando cerca de mí; en la fascinación, por último, de aquella fantástica belleza que yo había visto demasiado bien sin mirarla, y que volvía a ver, cerrando los ojos, a través del muro, como si el muro fuese transparente para mí, A este sentimiento mío no se mezclaban, por lo demás, ningún ansia indiscreta, ninguna curiosidad por penetrar el secreto de aquella soledad, ni por franquear el frágil muro de nuestra separación, por decirlo así, voluntaria. ¿ Qué me importa—me decía yo—esta mujer enferma del corazón o del cuerpo, hallada por azar en medio de las montañas de un país extranjero? Yo había sacudido al menos lo creía—el polvo de mis pies; no quería reunirme a la vida por ningún lazo del alma y de los sentidos, y, sobre todo, por ninguna debilidad del corazón. Despreciaba profundamente el amor, porque no había conocido bajo tal nombre sino sus falsías, sus coque—

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