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un siglo de aquel ser sin que el siglo entero disminuyera en un solo día la eternidad de mi amor!

Iba, venía, me sentaba, me levantaba, corría, acortaba mis pasos; andaba sin tocar la tierra con los pies, como esos fantasmas de aérea naturaleza impalpable que se elevan y se deslizan sin posanse sobre el suelo. Abría los brazos al aire, al lago, a la luz, como si hubiese querido estrechar a la Naturaleza contra mi pecho y darle gracias por haberse encarnado y animado para mí en un ser que reunía a mis ojos todos sus misterios, todo su esplendor, toda su vida, toda su embriaguez. Caía de rodillas sobre las piedras o sobre las zarzas de las ruinas sin sentinlas, al borde de los precipicios sin verlos. Lanzaba gritos inarticulados que se perdían en el ruido de las olas resonantes. Clavaba en el cielo miradas bastante prolongadas y penetrantes para descubrir al mismo Dios y asociarle, en el himno de mi gratitud, al éxtasis de mi felicidad. Yo no era un hombre, sino un himno viviente que gritaba, cantaba, oraba, invocaba, agradecía, adoraba, se desbordaba en efusiones sin palabras; un corazón ebrio, un alma loca que agitaba y paseaba ai borde de los abismos a un cuerpo que ya no sentía su materialidad, que ya no creía en el tiempo, ni en el espacio, ni en la muerte. ¡Como que la vida del amor que acababa de surgir en mí me daba el sentimiento, el goce anticipado y la plenitud de la inmortalidad!...