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XVIII

59 No advertí la fuga de las horas hasta que el sal del mediodía alcanzó la cima de las murallas abadiales. Bajé a saltos, a través del bosque, de roca en roca, de tronco de árbol en tronco de árbol. Me latía el corazón hasta hender el pecho.

Al acercarme al pobre albergue, vi, en un prado que descendía de la trasera de la casa, a la joven enferma, sentada en unas peñas que los habitantes de aquel desierto habían adosado al pie de un muro, dando cara al Mediodía. Su blanco vestido brillaba al sol sobre el verde del prado. Una pila de heno daba sombra a su cara. Leía un librito, abierto sobre las rodillas. A ratas dejaba la bectura para jugar con los niños montañeses, que venían a regalarle flores y castañas. Al divisarme, quiso ponerse en pie para salirme al encuentro.

Aquella demostración me dió valor para acercarme a ella. Me recibió ruborizándose y con un temblor de labios que no se escapó a mis ojos, y redobló mi timidez. Lo extraño de nuestra situación nos embarazaba de tal modo, que permanecimos buen rato sin encontrar nada que decirnos. Por fin, me hizo un gesto vago, apenas inteligible, para invitarme a que me sentara al pie de la muela de heno, no lejos de ella. Me figuré que me esperaba y me habría guardado el sitio. Me senté respetuosamente, algo alejado. Seguíamos en si-