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me ha sido posible oír los primeros compases de ese aire sin huir como un hombre perseguido por una sombina; y cuando siento la necesidad de abrir mi corazón con una lágrima, me canto interiormente a mí mismo el estribillo lastimero, y estoy a punto de llorar; ¡yo, que no lloro nunca!

XXIII

Llegamos al pequeño muelle del Pertuis, que se adentra en el lago, y donde se amarran las embarcaciones; es el puerto de Aix, y está situado a una media legua de la población. Era más de media noche. No había en el muelle coches ni asnos para conducir a los viajeros a la ciudad. El camino era demasiado largo para que una pobre mujer doliente lo hiciese a pie... Después de haber llamado en vano a las puertas de dos o tres viviendas próximas al lago, los bateleros propusieIron llevar a la señora hasta Aix. Contentos y diligentes, sacaron los remos de los estrobos, los ataron con las cuerdas de las redes, colocaron sobre ellos uno de los almohadones de la barca, y así formaron una camilla ligera y muelle, en la cual hicieron acostarse a la extranjera. Luego, cuatro de ellos cogieron la camilla a hombros, y se pusieron en marcha sin imprimir al palanquín más balanceo que el de sus pasos. Quise disputarles la alegría de llevar una parte de tan dulce peso; pero se apresuraron, celosos, a rechazarme.