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Marchaba yo al lado de la camilla, mi mano derecha entre las de la enferma, para que pudiese apoyarse en los balances. De ese modo evitaba yo que se deslizase del estrecho almohadón en que iba tendida. Caminábamos así en silencio, a la claridad del plenilunio, por la larga avenida de álamos. ¡Oh, qué corta se me hacía la alamedal ¡Habría yo deseado que ella me llevase así hasta el último paso de nuestras vidas! No me hablaba ni yo le decía una palabra; pero yo sentía todo el peso de su cuerpo confiadamente apoyado en mi brazo; yo sentía sus frías manos rodear la mía, y de tiempo en tiempo, un apretón involuntario, un aliento más cálido en mis dedos, me hacían comprender que había acercado mi mano a sus labios para calentarla. No, jamás un tal silencio contuvo tan íntimas expansiones. Habíamos gustado en una hora la felicidad de un siglo.

Cuando llegamos a la casa del viejo médico y dejamos a la enferma en el umbral de su habitación, un mundo entero se derrumbó entre nosotros. Sentí mi mano mojada de lágrimas; las enjugué con mis labios y mis cabellos, y fuí a arrojarme en mi lecho sin desnudarme.

XXIV

Me volvía y revolvía en la almohada sin poder dormir. Las mil circunstancias de aquellos dos días se reproducían en mi espíritu con tanta fuer-