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za y tal renovación de impresiones, que no podía creer que hubiesen ya pasado. Volvía a ver y ofr todo lo que había visto y oído la víspera. La fiebre de mi alma se había comunicado a mis sentidos. Veinte veces me levanté y me acosté de nuevo sin poder hallar la calma. Al fin renuncié a ella. Intenté burlar con la agitación de mis pasos la de mis pensamientos. Abría la ventana; hojeaba libros sin entender lo que decían; andaba a pasos rápidos por mi cuarto; retiraba y volvía a poner en su sitio la mesa y la silla, según que pensaba pasar la noche sentado o de pie. Todos estos ruidos se oyeron en el salón vecino. Mis pasos sobresaltaron a la pobre enferma, sin duda tan despierta como yo. Oí ligeros pasos, que hacían crujir el pavimento y se acercaban a la puerta de encina, cerrada con doble cerrojo, que separaba su dormitorio del mío; pegué mi oído a la puerta, y escuché una respiración contenida y el roce de un vestido de seda en la pared. El resplandor de una lámpara se filtraba en mi habitación por las junturas y por debajo de la puerta. Era ella; estaba también allí, aplicando su oído, a unos pocos centímetros de mi frente; podía oír los latidos de mi corazón.

—¿Estáis enfermo?—me dijo muy quedo una voz que habría reconocido yo en un solo suspiro.

—No—respondí—; pero soy demasiado feliz, y el exceso de dicha es tan febril como el exceso de angustia. Esta fiebre es de vida; no la temo, no la esquivo, y velo para gozar de ella.