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ral que me repelía, me hicieron caer aniquilado en la actitud de un hombre herido de muerte en el umbral de aquella puerta cerrada. Le of sentarse del otro lado sobre el cojín de un sofá que puso en el suelo. Continuamos una parte de la noche hablando en voz baja a través del espacio que aquella grosera obra de carpintería había dejado entre el piso y los batientes. Palabras íntimas, inusitadas en la lengua ordinaria de los hombres, flotantes, como los sueños de la noche, entre el cielo y la tierra, a menudo interrumpidas por esos largos silencios durante los cuales los corazones se hablan porque ya los labios no tienen palabras para expresar lo inefable. Luego, los silencios se hicieron más prolongados, las voces más apagadas, y yo me dormí de cansancio, con la mejilla contra el muro y las manos juntas sobre las rodillas.

XXV

Cuando desperté, el Sol, ya muy alto en el cielo, inundaba mi habitación de luminosas reverberaciones. Los petirrojos de otoñio saltaban y picoteaban, gorjeando por las parras y los groselleros bajo mi ventana; toda la Naturaleza parecía haberse despertado, engalanado, iluminado y animado antes que yo para celebrar el día de nuestro nacimiento a una nueva vida. Todos los ruidos de la casa me parecian alegres como yo.

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