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Amalia D. Soler

enferma al carruaje, no queriendo yo que por más tiempo respirara aquel aire inficionado.

La traje aquí, la hice acostar, y un buen médico se encargó de su curación; cuando pasaron algunos días, pudo continuar su relato en estos términos.

Inés; tú que has querido tanto, conocerás la impresión que me causaría aquella desgarradora carta; no tuve lágrimas, enmudecí, y las fuentes de la vida huyeron de mí. Celia, lloraba acosada por el hambre, y yo no la podía dar ni una gota de mi llanto; sumergida á la mayor miseria, solo la providencia pudo salvar á mi hija; mi nodriza, la pobre mujer, era el único ser que me tendía los brazos, pero que no podía darme más que su cariño, pues también le faltaban los recursos para vivir; pasaron dos meses cuando una mañana recibí una carta de Luís que decía así:

— «Magdalena; ven á Madrid, estoy en el hospital de la Princesa, creo que voy á morir, ven...»

Leerla y ponerme en camino con Celia y mi nodriza, todo fué uno; la impaciencia del dolor me prestaba alas, y llegué al hospital jadeante y sobreexcitada. ¡Qué cuadre se presentó á mis ojos! Luís no era ni su sombra: suplicó que lo dejaran solo con-