De niña y de jóven he rechazado, aún más, he anatematizado las costumbres que dan lugar á esas farsas sacrílegas.
Decía San Agustín, que aquí todo era vanidad de vanidades, y cuánta razón tenía el sabio padre de la iglesia.
Las coronas á los muertos no son más que el emblema del orgullo de los vivos; hacen alarde de un dolor que no sienten, y así como los fariseos oraban en las calles para que los vieran, así los católicos romanos adornan las tumbas, que bien pueden llamarse sus fac-símiles, pues sepulcros blanqueados encierran á los muertos, y sepulcros blanqueados son los hipócritas y falsos cristianos, que negaron un pedazo de pan al hambriento y quemaron en cambio muchas libras de cera para redimir de su cautiverio á las ánimas del purgatorio.
No comprende aún la razón humana que en los hospitales, en los asilos de los ancianos, en las casas de maternidad, por otro nombre inclusas, donde se quejan los enfermos, vegetan los ancianos y lloran los niños, sería mucho más útil, y más humanitario que se invirtieran las inmen-