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Amalia D. Soler

cual si quisiera en su amoroso anhelo
dejar la tierra y elevarse al cielo.
Una silla de postas esperaba
á los recién casados;
los que al subir en ella saludaron
con frases cariñosas,
á la compacta turba de aldeanos,
que con semblantes tristes y llorosos
decían con acento entrecortado:
«que Dios dé larga vida á los esposos.»


Entre nubes de polvo, el carruaje
se perdió en las revueltas del camino,
y más de un viejo dijo con tristeza:
— Ya se vá nuestro amparo y nuestro alivio.
¡Raquel era la madre de los pobres,
para todos tenía igual cariño!
nunca hubiera llegado D. Enrique.
— En mal hora á nuestros valles vino;
dijo una anciana de semblante adusto,
aun me parece verle, cuando herido,
rendido de cansancio y de fatiga,
le encontramos á orilla del camino.


Raquel al verle se acercó afanosa
diciendo con angustia: ¡pobrecito!
¿Si estará muerto? pero no; respira,
débil su aliento es, pero está vivo.
¡Quién había de pensar que á aquel enfermo
le tomara Raquel tanto cariño!
Hasta el extremo de dejar su tierra.
¡Pobre del ave que dejó su nido!
¡Sabe Dios, sabe Dios, lo que le espera!...»