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en que esa obra atrevida, magna en sus proporciones, honda en su intención, maravillosa en su desarrollo, emocionaba al mundo. Y yo senti esa atracción, sin advertir que mi ingénita calidad era incompatible con el esfuerzo vigoroso de aquel hombre triste que ni siquiera ha conseguido el respeto de sus compatriotas.

Aunque ello no importe a nadie, he de confesar que en aquella dolorusa y laboriostsima juventud mia la zozobra llevaba el timón de mi navecilla; y hoy me seducta un estilo, mañana el contrario. Lela los versos y las prosas, que son versos también, de Víctor Hugo, y soñaba con Esmeralda. Me abismaba en las fábulas balzacianas, y pasaba meses cortejando a la protagonista de Le lys dans la vallée, aterrándome con las energlas dominadoras de Trompe—la—Mort, y doliéndome con las desdichas de César Birotteau. Otros dias letia y releia las leyendas prodigiosas de Walter Scott, o las pesadillas alcohólicas de Edgardo Poe, cuando no sonreía sobre las fragancias de Teófilo Gautier, el máximo estilista.

Pero volvia de continuo a los antiguos amores, a las lecturas iniciales de mi infancia. Desde los ocho años me era familiar el Quijote. En una gran desventura que yo sufria, la de perder a mi madre, hallé consuelo posando en la casa del Caballero del Verde Gabán. Cuanto hay en esta parte del Libro Unico de nobleza cristiana, de dignidad española, de generosidad sublime, fué parte a levantar mi ánimo encogido, el de un niño que, al verse sin madre, dudó si debla acompañarla a la otra vida. Y luego, cuando